Las protestas de la oposición contra el Gobierno alientan la inestabilidad

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El gasto en defensa limita la capacidad de Sharif para impulsar la economía.

El primer ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, y su partido, la Liga Musulmana de Pakistán (PML, en sus siglas inglesas), llegaron al poder en las elecciones de mayo de 2013, manchadas por la sospecha del fraude y, consecuentemente, por la falta de legitimidad del jefe del Gobierno, factores ambos que desde entonces han exacerbado la inestabilidad en un país cuyo telón de fondo es el terrorismo talibán.

Miembro de una multimillonaria familia de industriales, Sharif, que ha entrado y salido del Gobierno en repetidas ocasiones y permanecido en el exilio en Arabia Saudí una temporada, estrenó en 2013, refrendado por una amplia mayoría, un tercer mandato que la oposición, encarnada en la figura de Imran Khan, célebre estrella del críquet convertida en político, ha contestado con protestas multitudinarias. Las caravanas de protesta lideradas por Khan, algunas de ellas de semanas de duración, tuvieron lugar sobre todo en la región del Punjab, feudo de Sharif y hogar del 60% de los paquistaníes.

El primer ministro, que durante la campaña electoral prometió convertir el país, una potencia nuclear con 180 millones de habitantes, en un nuevo tigre asiático, con la construcción de nuevas infraestructuras y un Gobierno “con tolerancia cero a la corrupción”, ha ido modelando su discurso. Con su gran enemigo, India, siempre presente en el discurso público —ha habido tres guerras desde la independencia de ambos países, en 1947—, el mantenimiento de su Ejército, el séptimo más grande del mundo, requiere una constante inversión(en 2012, el 3% del PIB; el 20º mayor desembolso mundial). En los últimos años Islamabad ha comprado helicópteros de combate rusos y cazas chinos. Pekín se ha convertido en el mayor aliado de Pakistán en la región. Ambos países han establecido vínculos en comercio y defensa. Islamabad y Pekín mantienen unos intercambios económicos crecientes, que ahora suponen unos 9.000 millones de dólares anuales (7.225 millones de euros).

A la pobreza del país —el PIB por cápita es de 1.300 dólares, el 148º mundial— se suma el coste de la operación antiterrorista contra los talibanes. Según el Ministerio del Interior, que la semana pasada presentó ante el Parlamento su informe sobre la ofensiva antiterrorista, en los últimos diez años ha costado más de 80.000 millones de dólares y ha dejado más de 50.000 civiles muertos. El Ejército también ha sufrido serias pérdidas: más de 4.000 soldados han perdido la vida en ese período. El Gobierno de Sharif sufre una gran presión por parte de sus ciudadanos por su decisión de ignorar —y a veces incluso apoyar— el uso de drones (aviones no tripulados) por Estados Unidos, que con demasiada frecuencia también se cobran víctimas civiles.

Pese a las críticas, hay quienes creen que Islamabad sí está logrando decisivos avances contra el terrorismo en los últimos años. “No hay duda de que el Gobierno está limpiando de terroristas el país. Gracias a ello se ha alcanzado la paz y la estabilidad en regiones donde antes no las había. Pero el reto contra esta lacra internacional es muy grande para un país pobre como éste”, explica desde Islamabad el analista Rasul Bukshsh. Para este analista existe un consenso nacional acerca de que los terroristas son enemigos de la gente, del islam y del país, y que ningún partido político debe beneficiarse de sus ataques.

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