Viajar es volver

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El piloto informa que el avión ya alcanzó su altura máxima. Doy un vistazo en derredor. Lo mismo de siempre: estos pasajeros duermen, aquellos oyen música, los otros ven películas, el de más allá lee, aquella escribe en una Tablet, sus vecinos conversan. Todos vamos para la misma ciudad y, sin embargo, cada quien llegará a una ciudad distinta.

El viajero no encuentra el lugar preestablecido que le ofrecen los mapas sino apenas el que él quiere encontrar. Si es punk se topará con una ciudad distinta a la que conocería si fuera granjero o ejecutivo bancario.

Buscamos en las ciudades visitadas el mismo gueto al que pertenecemos en nuestros lugares de origen. Por eso viajamos con unas anteojeras como las de los caballos cocheros: no tenemos visión panorámica, no reparamos en las sendas que consideramos ajenas. Al viajar, más que descubrir sitios nuevos, nos encerramos en nuestros límites; más que ensanchar el horizonte, lo encogemos.

Ahora mi vecino empieza a llenar la tarjeta de inmigración. Ah, olvidaba hablar de esas incomodidades. Tramitar formularios, someternos a requisas, hacer filas, quitarnos y ponernos el cinturón, deslizar la computadora por el escáner, esperar la maleta en la banda transportadora, trastearla, permanecer muchas horas en los aeropuertos. Al viajar pasamos de los primores de la postal a los suplicios del mundo real.

Acaso el peor de esos suplicios es sentirnos todo el tiempo bajo sospecha, como me lo recuerda ahora la tarjeta de inmigración con sus preguntas recelosas: cuánto dinero llevo, en qué hotel me alojaré, cuándo diablos me devolveré.
Me dirán que sarna con gusto no pica, como advierte el refrán. Les recordaré que aún me falta lidiar con guardianes rudos, enfrentarme a más interrogatorios, hacer otras filas, someterme a nuevas esperas. Quizá me aíslen en un cuartito opresivo, quizá traigan a dos perros enormes para que olfateen mis maletas.

Ay, las maletas, cómo pesan las maletas. Además de ir cargadas, son símbolos de desarraigo.

Mañana, cuando esté en la ciudad hacia la cual me va llevando este avión, recibiré de golpe una avalancha de información nueva que apenas si podré asimilar. Probaré comidas que me indigestan, oiré palabras que no comprendo, transitaré por caminos en los cuales me extravío. Viajar es aprender para luego olvidar.

A veces, al contemplar mis viejos álbumes, tengo la sensación de que nunca estuve en los lugares donde aparezco retratado. Desconozco el parque en el cual poso sonriente, me pregunto cuándo me planté en aquel farol. ¿Estuve allí, realmente? Viajar es una ilusión, y eso es así porque nos resulta imposible apropiarnos de los espacios que no nos pertenecen. Mientras más viajamos, menos conocemos.

Llega un momento en que los viajeros ya no sabemos ni dónde estamos ni hacia dónde vamos.

Ahora, mientras el piloto informa que el avión ha comenzado a descender, me deprimo al imaginarme con el morral a la espalda. Es duro andar por ahí con la casa a cuestas como el caracol. Lo único que quiero, entonces, es estar otra vez en el patio donde pasé la infancia, único lugar del mundo que conozco de memoria, el único que me pertenece, el único al que necesito volver.

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